Corren a lo largo de los grandes ríos,
desde las empalizadas de Buenos Aires hasta la casa fuerte de Nuestra Señora de
la Asunción, las noticias sobre los hombres blancos, sobre sus victorias y sus
desalientos, sus locos viajes y la traidora pasión con que se matan unos a
otros. Las conducen los indios en sus canoas y pasan de tribu en tribu,
internándose en los bosques, derramándose por las llanuras, desfigurándose,
complicándose, abultándose. Las llevan las bestias feroces o curiosas: los
jaguares, los pumas, las vizcachas, los quirquinchos, las serpientes
pintarrajeadas, los monos, papagayos y picaflores infinitos. Y las transmiten
también en su torbellino los vientos contrarios: el del sudeste, que sopla con
olor a agua; el polvoriento pampero; el del norte, que empuja las nubes de
langostas; el del sur, que tiene la boca dura de escarcha.
La Sirena oyó hablar de ellos hace
años, desde que aparecieron asombrando al paisaje fluvial las expediciones de
Juan Díaz de Solís y Sebastián Caboto. Por verles abandonó su refugio de la
laguna de Itapuá. A todos les ha visto, como vio más tarde a quienes vinieron
en la flota magnífica de don Pedro de Mendoza, el fundador. Y ha crecido su
inquietud. Sus compañeros la interrogaban, burlones:
-¿Has encontrado? ¿Has encontrado?
Y la Sirena se limitaba a mover la
cabeza tristemente.
No, no había encontrado. Se lo dijo al
Anta de orejas de mula y hocico de ternera que cría en su seno la misteriosa
piedra bezoar; se lo dijo al Carbunclo que ostenta en la frente una brasa; se
lo dijo al Gigante que habita cerca de las cataratas estruendosas y que acude a
pescar en la Peña Pobre, desnudo. No había encontrado. No había encontrado.
Ya no regresó a la laguna de Itapuá.
Nadaba perezosamente, semiescondida por el fleco de los sauces, y los pájaros
acallaban el bullicio para oírla cantar.
Va de un extremo al otro de los ríos
patriarcales. No teme ni a los remolinos ni a los saltos que levantan cortinas
de lluvia transparente; ni al rigor del invierno ni a la llama del estío. El
agua juega con sus pechos y con su cabellera; con sus brazos ágiles; con la
cola de escamas azules prolongada en tenues aletas caudales color del arco
iris. A veces se sumerge durante horas y a veces se tiende en la corriente
tranquila y un rayo de sol se acuesta sobre la frescura de su torso. Los
yacarés la acompañan un trecho; revolotean en torno suyo los patos y las palomas
llamadas apicazú, pero presto se fatigan, y la Sirena continúa su viaje, río
abajo, río arriba, enarcada como un cisne, flojos los brazos como trenzas, y
hace pensar en ciertas alhajas del Renacimiento, con perlas barrocas, esmaltes
y rubíes.
-¿Has encontrado? ¿Has encontrado?
La mofa: ¿Has encontrado?
Suspira porque presiente que nunca
hallará. Los hombres blancos son como los aborígenes: sólo hombres. Tienen la
piel más fina y más clara, pero son eso: sólo hombres. Y ella no puede amar a
un hombre. No puede amar a un hombre que sólo sea hombre, ni a un pez que sea
sólo pez.
Ahora nada por el Río de la Plata,
rumbo a la aldea de Mendoza. El Gigante le ha referido que unos bergantines
descendieron de Asunción, y por los faisanes ha sabido que sus jefes se
aprestan a despoblar a Buenos Aires. Precaria fue la vida de la ciudad. Y
triste. Apenas han transcurrido cinco años desde que el Adelantado alzó allí
las chozas. Y la destruirán.
En la vaguedad del crepúsculo, la
Sirena distingue los tres navíos que cabecean en el Riachuelo. Más allá, en la
meseta, arden los fuegos del villorrio destinado a morir.
Se aproxima cautelosamente. No ha
quedado casi nadie en los bergantines. Eso le permite acercarse. Nunca ha
rozado como hoy con el pecho grácil las proas; nunca ha mirado tan vecinas las
velas cuadradas que tiemblan al paso de la brisa.
Son unos barcos viejos, mal calafateados. La noche de junio se derrumba sobre ellos. Y la Sirena bracea silenciosamente alrededor de los cascos. En el más grande, en lo alto de la roda, bajo el bauprés, advierte una armada figura, y de inmediato se esconde, temerosa de ser descubierta. Luego reaparece, mojado el cabello negro, goteantes las negras pestañas.
Son unos barcos viejos, mal calafateados. La noche de junio se derrumba sobre ellos. Y la Sirena bracea silenciosamente alrededor de los cascos. En el más grande, en lo alto de la roda, bajo el bauprés, advierte una armada figura, y de inmediato se esconde, temerosa de ser descubierta. Luego reaparece, mojado el cabello negro, goteantes las negras pestañas.
¿Es un hombre? ¿Es un hombre armado de
un cuchillo? O no... o no es un hombre... El corazón le brinca. Vuelve a
zambullirse. La noche lo cubre todo. Únicamente fulgen en el cielo las
estrellas frías y en la aldea las fogaradas de quienes preparan el viaje. Han
incendiado la nao que hacía de fortaleza, la capilla, las casas. Hay hombres y
mujeres que lloran y se resisten a embarcar, y los vacunos lanzan unos mugidos
sonoros, desesperados, que suenan como bocinas melancólicas en la desierta
oscuridad.
Al amanecer prosigue la carga de los
bergantines.
Partirán hoy. En lo que fue Buenos
Aires, sólo queda una carta con instrucciones para quienes arriben al puerto,
aconsejándoles cómo precaverse de los indios y prometiéndoles el Paraíso en
Asunción, donde los cristianos cuentan con setecientas esclavas para servirles.
Las naos remontan el río, entre las
islas del delta. La Sirena las sigue a la distancia, columpiándose en el vaivén
de las estelas espumosas.
¿Es un hombre? ¿Es un hombre armado de un cuchillo?
¿Es un hombre? ¿Es un hombre armado de un cuchillo?
Tuvo que aguardar a la luz indecisa de
la tarde para verle. No había abandonado su puesto de vigía. Con un tridente en
la derecha y una rodela embrazada, custodiaba el bauprés del cual tironeaban
los foques al menor balanceo. No, no era un hombre. Era un ser como ella, de su
casta ambigua, hombre hasta la mitad del cuerpo, pues el resto, de la cintura a
los pies, se transformaba en una ménsula adherida al barco. Una barba rígida,
triangular, le dividía el pecho. Le rodeaba la frente una pequeña corona. Y
así, medio hombre y medio capitel, todo él moreno, soleado, estriado por las
tormentas, parecía arrastrar el navío al impulso de su torso recio.
La Sirena ahogó un grito. Surgieron en
la borda las cabezas de los soldados. Y ella se ocultó. Se sumergió tan hondo
que sus manos se enredaron en plantas extrañas, incoloras, y el olear se llenó
de burbujas.
La noche arma de nuevo sus tenebrosas
tiendas, y la hija del Mar se arriesga a arrimarse a la popa y a deslizarse
hasta el bauprés, eludiendo las manchas amarillas de los faroles encendidos. A
su claridad el Mascarón es más hermoso. Se le sube la luz por las barbas de
dios del Océano hacia los ojos que acechan el horizonte.
La Sirena le llama por lo bajo. Le
llama y es tan suave su voz que los animales nocturnos que rugen y ríen en la
cercana espesura callan a un tiempo.
Pero el Mascarón de afilado tridente no
contesta y sólo se escucha el chapotear del agua contra los flancos del
bergantín y la salmodia del paje que anuncia la hora junto al reloj de arena.
Entonces la Sirena comienza a cantar
para seducir al impasible, y las bordas de los tres navíos se pueblan de
cabezas maravilladas. Hasta irrumpe en el puente Domingo Martínez de Irala, el
jefe violento. Y todos imaginan que un pájaro está cantando en la floresta y
escudriñan la negrura de los árboles. Canta la Sirena y los hombres recuerdan
sus caseríos españoles, los ríos familiares que murmuran en las huertas, los
cigarrales, las torres de piedra erguidas hacia el vuelo de las golondrinas. Y
recuerdan sus amores distantes, sus lejanas juventudes, las mujeres que
acariciaron a la sombra de las anchas encinas, cuando sonaban los tamboriles y
las flautas y el zumbido de las abejas amodorraba los campos. Huelen el perfume
del heno y del vino que se mezcla al rumor de las ruecas veloces. Es como si
una gran vaharada del aire de Castilla, de Andalucía, de Extremadura, meciera
las velas y los pendones del Rey.
El Mascarón es el único en quien no
hace mella esa voz peregrina.
Y los hombres se alejan uno a uno
cuando cesa la canción. Se arrojan en sus cujas o sobre los rollos de cuerdas,
a soñar. Dijérase que los tres bergantines han florecido de repente, que hay
guirnaldas tendidas en los velámenes, de tantos sueños.
La Sirena se estira en el agua quieta.
Lentamente, angustiosamente, se enlaza a la vieja proa. Su cola golpea contra
las tablas carcomidas. Ayudándose con las uñas y las aletas empieza a ascender
hacia el Mascarón que, allá arriba, señala el camino de los tesoros. Ya se ciñe
a la ménsula rota. Ya rodea con los brazos la cintura de madera.
Ya aprieta su desesperación contra el
tronco insensible.
Le besa los labios esculpidos, los ojos pintados.
Le abraza, le abraza y por sus mejillas
ruedan las lágrimas que nunca lloró. Siente un dolor dulcísimo y terrible,
porque el corto tridente se le ha clavado en el seno y su sangre pálida mana de
la herida sobre el cuerpo esbelto del Mascarón.
Entonces se oye un grito lastimero y la estatua se desgaja del bauprés. Caen al río, estrechados en una sola forma, y se hunden, inseparables, entre la fuga plateada de los pejerreyes, de los sábalos, de los surubíes.
Entonces se oye un grito lastimero y la estatua se desgaja del bauprés. Caen al río, estrechados en una sola forma, y se hunden, inseparables, entre la fuga plateada de los pejerreyes, de los sábalos, de los surubíes.
Manuel Mújica Láinez
“La sirena” Misteriosa
Buenos Aires, Seix Barral.
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